lunes, 31 de agosto de 2015




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Una virtud es una cualidad positiva de una persona, una disposición habitual y firme para ejecutar correctamente una serie de actos de carácter humano. En religión según el presbítero norteamericano, Leo J. Trese, la virtud se define como el hábito o cualidad permanente del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y evitar el mal.



Las virtudes pueden ser de dos clases diferentes: Pueden ser virtudes naturales o adquiridas por la persona mediante la creación de un hábito positivo, estas primeras son virtudes puramente humanas, como pueden ser por ejemplo: el agradecimiento, la comprensión, la resignación, la convivencia, la discreción, la fidelidad, la serenidad,…etc. Las otras clases de virtudes, las que podríamos llamar sobrenaturales, son las llamadas infusas o sobrenaturales, que son las que Dios infunde en las potencias del alma para disponerla a obrar sobrenaturalmente.

En el mundo de la filosofía antigua, Platón aseguraba que el ser humano disponía de tres herramientas para actuar: el intelecto, es decir la inteligencia, la voluntad, y la emoción, es decir a las tres potencias clásicas del alma humana: memoria inteligencia y voluntad, sustituía la memoria por lo que él entendía que era la emoción. Y a cada una de estas tres herramientas Platón les asignaba tres virtudes: Sabiduría, Valor y autocontrol, adjuntando a estas tres virtudes una cuarta que era la justicia. Por su parte Sócrates mantenía que la virtud nos permitirá tomar las mejores acciones y con ella podríamos distinguir entre el vicio, el mal y el bien, y señalaba que la virtud se podía alcanzar por medio de la educación fundamentada en nuestra moral y en nuestra vida cotidiana.



En la teología cristiana, tal como antes hemos señalado, las virtudes humanas pueden ser puramente naturales o humanas, o de carácter sobrenatural, es decir, virtudes sobrenaturales que se dividen a su vez, en dos clases: virtudes teologales,  y virtudes cardinales.  La diferencia básica entre ambas clases de virtudes, estriba en que con respecto a las naturales, estas han de ser adquiridas por nuestro propio esfuerzo. Así una persona que reiteradamente dice la verdad tendrá la virtud de la veracidad. En cuando a las sobrenaturales estas son infusas en el alma humana, sin esfuerzo por nuestra parte. También difieren en su forma de crecimiento en el alma humana, pues mientras que las naturales crecen y se afianzan en una persona por la sucesiva repetición de un mismo acto, el crecimiento de las virtudes sobrenaturales siempre es impulsado por el Señor.





De las deformaciones expuestas, tan posibles, se sigue la importancia y necesidad de formar una recta conciencia. Por ejemplo, nunca como hoy ha sido el hombre tan sensible a su libertad y nunca ha hecho peor uso de ella; así por un lado escribe una carta de los derechos humanos, y, por otro los suprime de raíz por el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la dictadura de estado, la manipulación de la opinión pública y las diversas formas de violencia. Por un lado proclama a los cuatro vientos la propia madurez y por otro adopta como pauta de comportamiento normas tan volubles como la opinión pública, los eslogans de moda y los modelos culturales y sociales del momento.


Su norma moral viene a ser: -todos lo hacen, luego debe ser bueno-; lo dicen los medios de comunicación, luego es indiscutible-; -así opina el partido o la mayoría, o así piensa fulano de tal, luego lo acepto incondicionalmente. O entiende la libertad como ausencia total de cualquier tipo de normas. Ser libre, significa para muchos hombres: -hago lo que me da la gana-, es decir, es un simple sinónimo de libertinaje, apoyado por el soporte ideológico de existencialismos ateos. Remando a contracorriente. Por un lado defiende a ultranza el derecho a la libre opinión y por otro difunde la mentira a sabiendas; más aún, elabora un arte y una técnica del engaño, bajo la capa de difusión ideológica, de razón de estado o de banderas políticas. En una palabra, nunca como hoy el hombre ha sido más bárbaramente manipulado por los ocultos persuasores en los campos comercial, ideológico, político, ético y religioso.

Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.



La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf Dignitatis Humanae, nº 14).



Continuamente nos damos cuenta de que en tantos hombres y en la misma sociedad existe una incapacidad para discernir entre lo bueno y lo malo y las influencias de las pasiones incontroladas tienden a oscurecer más el dictamen de la conciencia. Ante esta perspectiva se nos hace urgente seguir formando nuestra conciencia, afilándola para ser luz, como el ojo para el cuerpo (cf Mt 6, 22-23), que es faro para no tropezar. Así, cuando nuestro ojo está con cataratas, o con miopía, o astigmatismo, vemos las cosas deformadas, subjetivas, pero si el ojo está sano, todo se ve con objetividad.






La ética profesional pretende regular las actividades que se realizan en el marco de una profesión. En este sentido, se trata de una disciplina que está incluida dentro de la ética aplicada ya que hace referencia a una parte específica de la realidad.




Cabe destacar que la ética, a nivel general, no es coactiva (no impone sanciones legales o normativas). Sin embargo, la ética profesional puede estar, en cierta forma, en los códigos deontológicos que regulan una actividad profesional. La deontología forma parte de lo que se conoce como ética normativa y presenta una serie de principios y reglas de cumplimiento obligatorio.


Podría decirse, por lo tanto, que la ética profesional estudia las normas vinculantes recogidas por la deontología profesional. La ética sugiere aquello que es deseable y condena lo que no debe hacerse, mientras que la deontología cuenta con las herramientas administrativas para garantizar que la profesión se ejerza de manera ética.



Entonces, el concepto de ética profesional es aquel que se aplica a todas las situaciones en las cuales el desempeño profesional debe seguir un sistema tanto implícito como explícito de reglas morales de diferente tipo. La ética profesional puede variar en términos específicos con cada profesión, dependiendo del tipo de acción que se lleve adelante y de las actividades a desarrollar. Sin embargo, hay un conjunto de normas de ética profesional que se pueden aplicar a grandes rasgos a todas o a muchas de las profesiones actuales. La ética profesional también puede ser conocida como deontología profesional.


La idea de ética profesional se establece a partir de la idea de que todas las profesiones, independientemente de su rama o actividad, deben llevarse a cabo de la mejor manera posible, sin generar daños a terceros ni buscar exclusivamente el propio beneficio de quien las ejerce. Así, algunos de los elementos comunes a la ética profesional son por ejemplo el principio de solidaridad, el de eficiencia, el de responsabilidad de los hechos y sus consecuencias, el de equidad. Todos estos principios, y otros, están establecidos a modo de asegurar que un profesional (ya sea abogado, médico, docente o empresario) desempeñe su actividad coherente y sensatamente.







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